Ciudades Construidas Colectivamente

La inclusión no es una cuestión estética. No es una lista de control ni un plan de consulta bien presentado. La inclusión en las ciudades empieza cuando nos preguntamos quién tiene voz para dar forma a los espacios que habitamos cada día —y quién ha sido sistemáticamente excluida de ese proceso durante demasiado tiempo.

Las ciudades inclusivas no son solo aquellas que acogen la diversidad. Son las que se construyen desde ella.

No se trata únicamente de diseño de espacios, sino de reimaginar el tejido social. Una verdad compartida se hace cada vez más evidente: el espacio público nunca es neutral. Refleja quién es escuchada, quién es visible y quién se siente parte del lugar. Y si queremos ciudades verdaderamente inclusivas, hay que construirlas de otro modo —desde la raíz, con todas las personas que las habitan.

En Estel, este compromiso parte de una premisa clara: quien habita un lugar es quien mejor lo conoce. En Barcelona o en Londres, en corredores verdes, bajo puentes o en campos de fútbol abandonados, este principio se mantiene. El diseño participativo no es un añadido suave: es una redistribución real del poder. Significa: tú perteneces. Tú importas. Tu voz transforma este espacio.

Neil Pinder, de HomeGrown Plus, lo expresó con claridad: “Tenemos que ser nosotras quienes empecemos a dar forma a las ciudades, no que nos digan cómo deben ser.” Su proyecto en el sur de Londres demuestra qué sucede cuando son las comunidades —y no las promotoras— quienes toman la iniciativa. Niñes, conductoras de autobús, personas mayores y vecines de orígenes diversos se unieron para repensar un puente abandonado. “Primero la voz, luego la visión. Primero hay que escuchar.”

Nos recuerda que el conocimiento comunitario no se encuentra en hojas de cálculo, sino en historias. Como la de una mujer de 74 años que tuvo que volver de una entrevista por culpa de un excremento de ave, o la de un grupo de adolescentes que imaginó nuevos usos para el espacio tras visitarlo un fin de semana. “Incluso los mejores edificios se deterioran”, dice Neil. “¿Y si los reconstruimos con quienes los usan?”

Eso es participación: no una performance, sino una distribución real del poder. No diseñar para las personas, sino con ellas.

Jennie Savage, en Tower Hamlets, profundizó en esta idea. “Cuando se consulta a mujeres y niñas, siempre se habla de seguridad”, dice. “¿Pero qué descubriríamos si hiciéramos otro tipo de preguntas?” Su proyecto mostró la ciudad desde los ojos de quienes habitualmente solo se les pregunta qué temen. Y lo que surgió no fue un llamado a protegerse, sino una demanda de pertenencia.

La seguridad, como muestra su trabajo, no depende solo de luces o vallas. Es poder ser vista, ser reconocida, caminar sin miedo ni comentarios.

“Una joven nos dijo: ‘Hasta ahora no sabía que podía elegir por dónde caminar. Y si puedo elegirlo, la ciudad también es mía.’”

Su proceso recogió más de 500 voces —a través de entrevistas callejeras, diarios de recorrido, mapas digitales y talleres de diseño— y dio lugar a un marco de urbanismo con perspectiva de género, basado en vivencias cotidianas, no en principios abstractos.

Konstantina Chrysostomou, de la Cooperativa Estel, relata un cambio similar en la transformación de un campo de fútbol abandonado en Montornès Nord, en las afueras de Barcelona. Su enfoque —basado en la investigación-acción participativa— convirtió un espacio olvidado en un lugar compartido, multifuncional y vivo, co-creado por niños y niñes, personas cuidadoras, migrantes y mayores.

“La participación no es una consulta”, afirma. “Es colaboración real. Incluso quienes no tienen papeles tienen derecho a construir su ciudad.”

El proceso fue abierto e inclusivo. No empezó con un plano, sino con conversaciones: con quienes usan el espacio, con quienes cuidan, con quienes suelen quedar fuera de la toma de decisiones. “No solo diseñamos espacios; estamos construyendo sociedades.” Y el resultado no fue solo un plan, sino una infraestructura compartida de cuidados, creatividad y agencia colectiva.

En Estel también se hacen preguntas clave: ¿quién gestiona el espacio una vez construido? ¿Quién decide cómo se usa, cómo se programa, cómo se cuida?

“Cuando planificamos en colectivo”, dice Konstantina, “no solo transformamos el espacio. Redistribuimos el poder.”

Esa redistribución también debe alcanzar a las instituciones, normas y profesiones. Caroline Cole, de The Equilibrium Network Ltd, pone el acento en el trabajo estructural para integrar la equidad en el entorno construido. “Hemos analizado cómo las mujeres están transformando nuestras ciudades —y cómo esto beneficia a todas las personas.”

Su equipo ha desarrollado herramientas prácticas —guías de mentoría, códigos éticos, estrategias de contratación— que promueven una práctica inclusiva desde la política hasta su implementación. Así como el poder debe compartirse con las comunidades, también debe redistribuirse entre profesiones, disciplinas y generaciones.

Y este enfoque debe ser global. Caroline recuerda que el diseño inclusivo no es un ideal occidental, sino una necesidad universal —reinterpretada y recreada en ciudades de todo el mundo, marcadas por historias y horizontes diversos.

Este conjunto de voces está trazando un nuevo mapa para construir ciudad. Uno que no se define por la eficiencia, sino por la equidad. No por el impacto visual, sino por la conexión social. No por el control, sino por el cuidado.

Eso sí, este trabajo no es fácil. Los procesos participativos son lentos, desordenados, llenos de fricciones y aprendizajes. A menudo enfrentan resistencias —burocráticas y culturales. Pero también generan nuevas maneras de habitar en común. Nuevas formas de pertenencia. Nuevas definiciones de lo que entendemos por “público”.

Demasiado a menudo, la ciudad se construye sobre las personas. Pero cuando las personas construyen su ciudad —desde el nombre de los espacios hasta su iluminación, desde las rampas hasta los escenarios comunitarios— lo que surge no es solo mejor diseño: es una pertenencia más profunda.

Las ciudades inclusivas no solo preguntan qué necesitan las personas. Preguntan qué saben. Y confían en que todes —sin importar edad, idioma, identidad o situación— tienen algo que aportar.

Cuando la construcción urbana es realmente inclusiva, no solo se consulta. Se co-crea. No solo se acepta la complejidad. Se la abraza. Y así se construyen ciudades no solo más justas, sino más vivas.

Este es el camino: colectivo, alegre, a menudo lento, a veces frustrante —pero siempre transformador.

Vamos más allá de marcar la inclusión como una casilla.

Construyamos, entre todas, ciudades hechas por y para todas.

 

  • Foto: Proceso participativo para el campo de fútbol abandonado de Montornès Nord (fuente: *Estel)

 

Palabras de:

Konstantina Chrysostomou

Fecha de publicación:

14/07/2025

Escrito originalmente en:


inglés

Tags:

Vida cotidiana / Espacio público